El pasado jueves Daniel nos recomendó un artículo
sobre el escritor Milan Kuntera, que se titulaba “La risa de Dios”; y nos
anticipo una frase del artículo: “Cuando los hombres piensan, Dios se
ríe”. De modo que me pareció muy
sugerente y la verdad que ha cumplido mis expectativasEste articulo lo escribió
el novelista para la entrega del premio literario de la ciudad de Jerusalén, en
el realiza una reflexión sobre la novela contemporánea, analizando desde
Rabelais y Cervantes, hasta Tolstoi. El autor descubre que la novela vino al
mundo como el eco de la risa de Dios, una risa que surge de la divinidad,
cuando percibe que el hombre esta pensando.
“El
hecho de que el premio más importante que otorga Israel esté destinado a la
literatura internacional no es, me parece a mí, una consecuencia del azar, sino
de una larga tradición. En efecto, son las grandes personalidades judías las
que, alejadas de su tierra de origen, educadas por encima de las pasiones
nacionalistas, han mostrado siempre una sensibilidad excepcional hacia una
Europa supranacional concebida no como territorio, sino como cultura. Si los
judíos, incluso después de haber sido trágicamente decepcionados por Europa,
han permanecido, sin embargo, fieles a ese cosmopolitismo europeo, Israel, su
pequeña patria al fin reencontrada, surge ante mis ojos como el verdadero
corazón de Europa, un extraño corazón situado más allá del cuerpo.Con una gran
emoción recibo hoy el premio que lleva el nombre de Jerusalén y la marca de ese
gran espíritu cosmopolita judío. Lo recibo como novelista. Subrayo,
novelista; no digo
escritor. Novelista es aquel que, según Flaubert, desea desaparecer detrás de
su obra. Desaparecer detrás de su obra: esto quiere decir renunciar al papel de
personalidad pública. Ello no es fácil en la actualidad, en la que todo lo
importante, por poco que sea, debe
pasar por la escena insoportablemente iluminada de los mass media; los cuales, contrariamente a la
intención de Flaubert, hacen desaparecer la obra detrás de la imagen de su
autor. En esta situación, a la que nadie puede escapar por entero, la
observación de Flaubert se me presenta casi como una puesta en guardia:
prestándose al papel de personalidad pública, el novelista pone en peligro su
obra, que corre el riesgo de ser considerada como un simple apéndice de sus
gestos, de sus declaraciones, de sus tomas de posición. Pues bien, el novelista
no sólo no es el portavoz de nadie, sino que yo llegaría a decir que ni
siquiera es el portavoz de sus propias ideas. Cuando Tolstoi escribió el primer
esbozo de Ana
Karenina, Ana era una
mujer antipática y estaba justificado y se merecía su fin trágico.
La Sabiduría de la Novela.
La
versión definitiva de la novela es muy diferente. Pero no creo que Tolstoi, de
una versión a otra, cambiara de ideas morales; yo diría más bien que, mientras
la escribía, escuchaba una voz distinta de la de su propia convicción moral.
Escuchaba lo que a mí me gustaría llamar la sabiduría de la novela. Todos los
verdaderos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo que
explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus
autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deberían cambiar
de oficio.
Pero
¿qué es esta sabiduría, qué es la novela? Hay un proverbio judío admirable:
"El hombre piensa, Dios ríe". Inspirado por esta sentencia, me gusta
imaginar que François Rabelais oyó un día la risa de Dios y que fue así como
nació la idea de la primera gran novela europea. Me complazco en pensar que el
arte de la novela vino al mundo como el eco de la risa de Dios.
Pero
¿por qué se ríe Dios contemplando al hombre que piensa? Porque el hombre piensa
y la verdad se le escapa. Porque cuanto más piensan los hombres, más se aleja
el pensamiento del uno del pensamiento del otro. En fin, porque el hombre nunca
es lo que imagina ser. Es en el alba de los tiempos modernos cuando se revela
esta situación fundamental del hombre salido de la Edad Media: Don Quijote
piensa, Sancho piensa, y no sólo se les escapa la verdad del mundo, sino
también la verdad de su propio yo. Los primeros novelistas europeos vieron y
entendieron esta nueva situación del hombre, y sobre ella fundaron el arte
nuevo, el arte de la novela.
François
Rabelais inventó muchos neologismos que luego entraron a formar parte de la
lengua francesa y de otras lenguas, pero una de esas palabras ha permanecido
olvidada, y ello es de lamentar. Es la palabraagélaste; está tomada del griego y quiere decir
el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los
agélastes. Tenía
miedo de ellos. Se quejaba de que fuesen tan atroces con respecto a él que a
causa de los mismos había estado a punto de dejar de escribir, y para siempre.
No
existe paz posible entre el novelista y el agélaste. No habiendo escuchado nunca la risa de Dios, los agélastes están persuadidos de que la verdad es
clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y que ellos son
exactamente lo que imaginan ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre
de la verdad y, el consentimiento unánime de los otros cuando el hombre deviene
individuo. La novela es un paraíso imaginario de los individuos. Es el
territorio donde nadie está en posesión de la verdad, ni Ana ni Karenina. Ha
sido en el arte de la novela donde, durante cuatro siglos, se confirmaba, se
creaba, se desarrollaba el individualismo europeo.
En el
tercer libro de Gargantúa
y Pantagruel, Panurgo,
el primer gran personaje novelesco que ha conocido Europa, está atormentado por
la pregunta: ¿debe casarse o no? Consulta a médicos, a videntes, a profesores,
a poetas, a filósofos, quienes a su vez le citan a Hipócrates, Aristóteles,
Homero, Heráclito, Platón. Pero después de todas esas enormes investigaciones
eruditas, que ocupan todo el libro, Panurgo sigue ignorando si debe o no debe
casarse. Nosotros, los lectores, tampoco lo sabemos, pero en cambio hemos
explorado desde todos los puntos de vista posibles la situación, tan cómica
como elemental, de aquel que no sabe si debe casarse o no.
La
erudición de Rabelais, tan grande como era, tiene, pues, un sentido distinto
que la de Descartes. La sabiduría de la novela es diferente de la de la
filosofía. La novela no nace del espíritu teórico, sino del espíritu del humor.
Uno de los fracasos de Europa es el de no haber comprendido nunca el arte más
europeo: la novela; ni su espíritu, ni sus inmensos conocimientos y
descubrimientos, ni la autonomía de su historia. El arte inspirado por la risa
de Dios es, por esencia, no tributario, sino contradictor de las certezas
ideológicas. A imitación de Penélope, deshace durante la noche la tapicería que
los teólogos, los filósofos, los sabios han tejido la víspera.
El Siglo XVIII.
En los
últimos tiempos se ha tomado la costumbre de hablar mal del siglo XVIII, habiéndose llegado hasta el siguiente
tópico: la desdicha del totalitarismo ruso es obra de Europa, de su filosofía,
especialmente del racionalismo ateo del Siglo de las Luces, de su creencia en
la omnipotencia de la razón. No me siento capacitado para polemizar con los que
hacen a Voltaire responsable del Gulag. En cambio, sí me siento capacitado para
decir: el siglo XVIII no es sólo el de Rousseau, de Voltaire, de Holbach, sino
también (¡sino sobre todo!) el de Fielding, de Sterne, de Goethe, de Laclos.
De
todas las novelas de esa época, Tristram
Shandy, de Laurence
Sterne, es mi preferida. Una novela curiosa. Sterne la comienza con la
evocación de la noche en que fue concebido Tristram; pero apenas empieza a
hablar de ello cuando en seguida le seduce otra idea, y esta idea, mediante una
libre asociación, le recuerda otra reflexión distinta, luego otra anécdota
diferente, de suerte que una digresión sigue a la otra y Tristram, el héroe del
libro, se ve olvidado durante un buen centenar de páginas. Esta forma
extravagante de narrar la novela podría aparecer como un simple juego formal.
Pero en el arte la forma es siempre algo más que una forma. Cada novela, de
grado o por fuerza, propone una respuesta a la pregunta ¿qué es la existencia
humana y dónde reside su poesía? Los contemporáneos de Sterne -Fielding, por
ejemplo- supieron sobre todo saborear el extraordinario encanto de la acción y
la aventura. La respuesta que se sobreentiende en la novela de Sterne es
diferente: la poesía, según él, no reside en la acción, sino en la interrupción de la acción.
Es
posible que indirectamente se haya entablado aquí un gran diálogo entre la
novela y la filosofía. El racionalismo del siglo XVIII se apoya en la famosa
frase de Leibniz nihil
est sine ratione. Nada
de lo que es lo es sin razón. La ciencia, estimulada por esta convicción,
examina con encarnizamiento el porqué de todas las cosas, de manera que todo
lo que es parece explicable y, por consiguiente, calculable. El hombre que
quiere que su vida tenga un sentido renuncia a cada gesto que no tuviera su
causa y su finalidad. Todas las biografías están escritas así. La vida aparece
como una trayectoria luminosa de causas, efectos, fracasos y éxitos, y el
hombre, fijando su mirada impaciente en el encadenamiento causal. de sus actos,
acelera todavía más su loca carrera hacia la muerte.
Frente
a esta reducción del mundo a la sucesión causal, de acontecimientos, la novela
de Sterne, únicamente con su forma, afirma: la poesía no está en la acción,
sino allí donde la acción se detiene; allí donde el puente entre una causa y un
efecto se ha roto y donde el pensamiento vagabundea en una dulce libertad
ociosa. La poesía de la existencia, dice la novela de Sterne, está en la
digresión. Está en lo incalculable. Está al otro lado de la causalidad. Es una
poesía sine
ratione, sin razón.
Está al otro lado de la frase de Leibniz.
No se
puede, pues, juzgar el espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus
conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y, en particular, la
novela. El siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber
aprehendido el espíritu mismo de la historia universal. Flaubert descubrió la
necedad. Me atrevo a decir que éste es el descubrimiento más grande de un siglo
tan orgulloso de su razón científica.
Por
supuesto, incluso antes de Flaubert no se dudaba de la existencia de la
necedad, pero se la entendía de manera un poco diferente: estaba considerada
corno una simple carencia de conocimientos, un defecto corregible mediante la
educación. Pues bien, en las novelas de Flaubert, la necedad es una dimensión
inseparable de la existencia humana. Acompaña a la pobre Emma a través de su
vida hasta su lecho de amor y hasta su lecho de muerte, por encima del cual dos
agélastes famosos,
Homais y Bournisien, van a seguir intercambiando largamente sus inepcias como
una especie de oración fúnebre. Pero lo más chocante, lo más escandaloso en la
visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no se disipa ante la
ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; por el contrario, con el
progreso, ¡ella también progresa!
Con
una pasión perversa, Flaubert coleccionaba las fórmulas estereotipadas que
alrededor de él pronunciaban las gentes para parecer inteligentes y demostrar
que estaban al día. Con ellas compuso un célebre Diccionario de las ideas recibidas. Sirvámonos de este título para decir:
la necedad moderna no significa ignorancia, sino falta de reflexión sobre las
ideas recibí das. El descubrimiento de Flaubert es más importante para el
porvenir del mundo que las más inquietantes ideas de Marx o de Freud. Porque es
posible imaginar el futuro sin la lucha de clases o sin el psicoanálisis, pero
no sin la irresistible ascensión de las ideas recibidas, que, inscritas en los
ordena dores, propagadas por los mass
media, amenazan con
llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e
individual y ahogue así la esencia misma de la cultura europea de los tiempos modernos.
Enemigo de "kitsch".
Unos
80 años después de que Flaubert imaginara su Emina Bovary, en los años treinta
de nuestro siglo, un gran novelista, el vienés Hermann Broch, escribiría:
"La novela moderna intenta heroicamente oponerse a la ola kitsch, pero acabará por verse abatida por lo kitsch". La palabrakitsch, nacida en Alemania a mediados del
siglo pasado, designa la actitud del que quiere agradar a cualquier precio y al
mayor número posible de personas. Para agradar es necesario confirmar lo que todo
el mundo quiere oír, estar al servicio de las ideas recibidas. Lo kitsch es la traducción de la necedad de las
ideas recibidas al lenguaje de la belleza y de la emoción. Nos arranca lágrimas
de enternecimiento por nosotros mismos, por las trivialidades que pensamos y
sentimos. Hoy, después de 50 años, la frase de Broch deviene todavía más
cierta. Vista la imperativa necesidad de agradar y de obtener así la atención
del mayor número posible de personas, la estética de los mass media es inevitablemente la de lo kitsch; y a medida que los mass media cercan e infiltran nuestra vida, lo kitsch se va convirtiendo en nuestra estética
y nuestra moral cotidianas. Las personalidades políticas son juzgadas por los
votos de la popularidad; los libros, por las listas de los best sellers.Hasta una época reciente,
el modernismo significaba una rebelión no conformista contra las ideas
recibidas y lo kitsch.
Hoy, la modernidad se
confunde con la inmensa vitalidad mediática, y ser moderno significa un
esfuerzo desenfrenado por estar al día, por estar conforme, por estar todavía
más conforme que los demás. La modernidad se ha vestido con la ropa de lo kitsch.
Los agélastes, la no-reflexión de las ideas
recibidas, lo kitsch, son el único y el mismo enemigo
tricéfalo del arte nacido como el eco de la risa de Dios, y que ha sabido crear
ese fascinante espacio imaginario en el que nadie está en posesión de la verdad
y en el que cada uno tiene el derecho de ser comprendido. Este espacio
imaginario de la tolerancia nació con la Europa moderna, es la imagen de
Europa, o al menos nuestro sueño de Europa, sueño traicionado muchas veces,
pero, no obstante, lo suficientemente fuerte como para unirnos a todos en la
fraternidad que rebasa con mucho el pequeño continente europeo. Pero sabemos
que el mundo de la tolerancia (la tolerancia, imaginaria, de la novela y la
tolerancia, real, de Europa) es frágil y perecedero. Se ven en el horizonte los
ejércitos de agélastes que nos acechan. Y precisamente en
estos tiempos de guerra no declarada y perpetua, y en esta ciudad de destino
tan dramático y cruel, yo me he decidido a no hablar más que de la novela.
Posiblemente hayan comprendido ustedes que no se trata de una forma de evasión
por mi parte ante las cuestiones llamadas graves. Porque si la cultura europea
me parece hoy amenazada, si lo está desde el exterior y desde el interior en lo
que tiene de más valor -su respeto por el individuo, por su pensamiento
original y su vida privada-, me parece que esta valiosa esencia del individualismo
europeo está depositada, como en una caja de plata, en la sabiduría de la
novela. Es a esa sabiduría a la que quería rendir homenaje en este discurso de
agradecimiento. Pero ha llegado el momento de detenerme. Estaba olvidando que
Dios se ríe cuando me ve pensar."